miércoles, 20 de enero de 2010

Perro flaco





Debe ser consecuencia de la era virtual, pero nos hemos hecho de la secta de lo contíguo. Parece que sólo existe lo que se toca, lo que se toma/deja mediante ocupación inmediata, abarcando las manos. La existencia parece ser cuestión de continente más que de contenido.

Y digo esto porque estoy horrorizado por lo sucedido en Haití más allá del impacto directo del seismo, con sus miles de muertos y heridos, con su pobreza sobre pobreza, con el pánico de todos y el pillaje de muchos…

Pero, sobre todo, me horroriza el significado de las fotografías que está publicando la prensa occidental sobre el desgraciado evento. Recuerdo que los muertos caucásicos –los del 11-S, los el 11-M- no tenían rostro, ni senos, ni genitales, pero los haitianos sí.

Será cuestión de racismo o de un cierto desprecio que se siente por quien ha tenido la desgracia de vivir en uno de los países más pobres del planeta.

O puede –intento ser benévolo- que sólo se trate de que nunca hemos abarcado a los haitianos en nuestras manos. Por eso no existen y no pasan de ser imágenes virtuales.

Tal vez sea un buen momento para recuperar nuestra conciencia de seres. Debemos ser humanos, debemos regresar al ser humano, porque lo somos o porque algún día lo fuimos.


kuko-

domingo, 10 de enero de 2010

Certezas


Ilustración: Triple autorretrato (Norman Rockwell)

Escuchando: Where did you go? (Jets Overhead)



En mi memoria:

“Así,
en ti me quedo,

paseo largamente tus piernas y tus brazos,

asciendo hasta tu boca, me asomo

al borde de tus ojos,

doy la vuelta a tu cuello,

desciendo por tu espalda,

cambio de ruta para recorrer tus caderas,

vuelvo a empezar de nuevo,
descansando en tu costado,

miro pasar las nubes sobre tus labios rojos,

digo adiós a los pájaros que cruzan por tu frente,

y si cierras los ojos cierro también los míos,

y me duermo a tu sombra como si siempre fuera

verano,

amor,

pensando vagamente

en el mundo inquietante

que se extiende -imposible- detrás de tu sonrisa. ”

(Ángel González)



Creo que realmente no conozco nada de ti, pero algo me dice que tienes que quedarte conmigo -le decía, mientras miraba sus ojos, asustado, sabiendo que no era más que un ruego imposible.

Mientras su silencio vaticinaba el eclipse, la tarde iba cayendo.

Es sabido que las lágrimas que no asoman se pierden por la garganta bajando hacia el pecho, formando una roca de hielo con aristas que cortan más que una navaja.

No quiero que te marches...

Pero, esta vez, sus ojos le devolvieron los paisajes de una luna árida y fría.

Se sintió tan ridículo que decidió irse cuanto antes de ese lugar. Ya no volvería sobre sus pasos, ya la oscuridad lo cubría todo.

Descendía la calle apresurado y una mano helada cerraba su abrigo a la altura del pecho. Otra vez comenzaba a nevar.

En tardes como estas se aprenden lecciones que se graban con fuego sobre la piel. La certeza de lo intangible es, a veces, más contundente que las veces que sus brazos rodearon su cuello e iniciaron ese ritual que, en el fondo, no era nada más profundo ni tenía por qué serlo.




kuko-

miércoles, 6 de enero de 2010

Un reloj


Ilustración: El día siguiente (Edvard Munch)

Escuchando: Aqueñas pequeñas cosas (Joan Manuel Serrat)



En mi memoria:

“Viene, se sienta entre nosotros,
y nadie sabe quién será,
ni por qué cuando dice nubes
nos llenamos de eternidad.
Nos habla con palabras graves
y se desprenden al hablar
de su cabeza secas hojas
que en el viento vienen y van.
Jugamos con su barba fría.
Nos deja frutos. Torna a andar
con pasos lentos y seguros
como si no tuviera edad.
Él se despide. ¡Adiós! Nosotros
sentimos ganas de llorar.”

(José Hierro)



Parece que esta noche de lluvia ha dejado un olor diferente. La brisa es ahora tan ligera que se muestra incapaz de arrancar las pocas hojas que han quedado en los árboles tras el otoño y la intensa lluvia de los últimos días.

Sentado en el salón, mi mano sostiene una cadena de oro de la que pende un brillante reloj labrado con una tapa que hace más de un cuarto de siglo que no se abre. Ese reloj, que nunca durmió en el monte de piedad, ni en los momentos más difíciles, representa el último vínculo que me queda con mi infancia.

Escucho los gritos y las voces alegres de los niños de los vecinos al abrir sus regalos. No hace tanto que era yo quien estaba de rodillas sobre la alfombra del salón sin poder contener la emoción y haciendo jirones el papel de colores que los envolvía.

Contemplo por última vez el reloj, sin abrirlo, y lo deposito de nuevo en su caja forrada de terciopelo negro. Resulta irónico que tenga que ser un reloj la medicina que ayude a soportar el dolor de las heridas del tiempo.

Mientras tanto, ha dejado de llover y el sol se refleja en los charcos de la calle, mientras una gota recorre el exterior de la ventana como si alguien o algo tuviera la obligación de derramar una lágrima.


kuko-